jueves, 12 de enero de 2012

Departures

Muchachos, ahí les va lo que estuve escribiendo las últimas semanas de diciembre. Pensaba hacer la historia más larga pero, a recomendación de A.M. decidí publicarlo así como está. Quién sabe, fácil en otro post haya una continuación.


Era un día típico de primavera: no hacía ni frío, ni calor. Con una chompa se estaba bien afuera, aunque se estaba mejor en casa, dentro de una cama, abrigado, durmiendo. A Felipe no se le antojaba estar en el colegio, para nada. Tenía sueño y otras cosas en qué pensar, en vez del decadentismo latinoamericano o en  derivar la función que tenía al frente, en la pizarra. La verdad es que esa mañana se había levantado con la certeza de que ese no iba a ser un buen día. Así que decidió seguir el protocolo para situaciones como estas: esperar que lentamente se pasaran las horas hasta poder regresar a casa y, tratar de no levantar ninguna sospecha de que había algo que lo tenía distraído. Las últimas semanas habían sido un poco raras, muchos cambios y muy poco tiempo para adaptarse. Sin embargo, las cosas no andaban para nada mal; al contrario, después de algunos meses llenos de baches, se podía divisar los primeros destellos de una, lejana pero certera, luz al final del túnel.
Caminar, eso le provocaba, caminar pero, solo. No sé, quizás por el centro, por el Parque de Lima o por Miraflores, por el malecón, quién sabe, dar una vuelta por el Golf de San Isidro, por los parques inmaculados de esa zona, sentarse en un café, tomarse uno, mirar a la gente por la ventana. No sé, quizás un fin de semana que tenga libre. Es necesario despejar la mente, relajarse de vez en cuando, es necesario, se repetía constantemente. Quizás despegar, sí tomar un avión que me lleve lejos, a Londres, a París, a Roma, o no tan lejos, a Buenos Aires, a Nueva York o a una playa en California. Sí en esta época del año, en la que no hace tanto calor, ni demasiado frío. Ciertamente, ese día estaba nostálgico, de qué, no sabía, quizás de lo que no había vivido o de lo que le gustaría vivir pero, que estaba muy lejos y, poniendo un poco los pies sobre la Tierra, no era posible, al menos en ese instante. En un par de años, tal vez, en un par de años, repetía mentalmente, como una consolación, de qué penas, no sabía y salía de esa abstracción momentánea, de esos viajes mentales a otras ciudades, otros países, otros continentes, totalmente desconocidos para él. ¿Cómo sería, cómo sería? La niebla y el London Bridge, un paseo por el Sena, un café cerca a Trinità dei Monti, una pareja y un tango, el MoMA, el Guggenheim y Central Park, la playa descalzo y el mar entre los dedos. ¿Cómo sería? Y así empezaba otro viaje de nuevo.
Cuando se tienen diecisiete años y ninguna certeza, aparte de la estar sentado, parado, de cabeza, lo que sea en algún lugar y no estar seguro de nada, es que estos viajes se vuelven una serie de pequeños oasis en medio de desiertos llenos de rutinas, castillos de naipes, que tarde o temprano se derrumban. Pero, sí, eran reparadores. La sensación de estar a treinta mil pies de altura, suspendido, flotando en un enorme pájaro de aluminio, pero al fin y al cabo flotando, admirar la inmensidad del cielo o estar  en un barco, parado cerca a la borda y quedarse absorto, sentirse pequeñísimo, que sensación tan sublime. A Felipe le gustaba la idea de ser nada más y nada menos que un puñado de átomos, unidos por la casualidad, un conjunto diminuto en comparación con el universo y sus infinitas posibilidades, un grano de sal disuelto en el océano. Sin embargo, no le agradaba pensar que quizás en otra galaxia, a miles de años luz, hubiera otro Felipe, una realidad paralela, o incluso alguien con otro nombre, con otra cara, otro cuerpo, alguien de otra especie pero, cuya gnosis vagara por la misma vía que él estaba recorriendo en ese momento. Ese tipo de pensamientos lo distraían diariamente, cuando lo agobiaba la rutina y el sopor de ciertas asignaturas, en las cuales evitaba a toda costa quedarse dormido. Sí, también era divertido viajar en los sueños pero, lo es más cuando uno lleva el timón del asunto y no se deja llevar por el subconsciente. Por eso a Felipe le fascinaba viajar. En cada travesía, en la medida de lo posible, él se convertía en el capitán al mando, dejándose guiar por ningún otro mapa que no fuera el azar de la vida misma.
En todo este esquema científico, Felipe era consciente de la Tercera Ley de Newton, por la cual toda acción tiene una reacción equivalente pero en sentido opuesto. Cada movimiento que hacía, incluso la sinapsis de sus neuronas, los choques eléctricos entre ellas, todo, absolutamente todo tenía una consecuencia. Y, ¿qué hay con las personas? ¿Habrá una consecuencia para cada una? ¿Una especie de reacción a nosotros mismos, como un polo opuesto al que atraemos y al que somos atraídos? ¿Existirá eso lo que llamamos coloquialmente “media naranja”? ¿Habrá una forma de probarlo científicamente, de aplicar la Tercera Ley de Newton a los humanos?  Caminar, caminar, Felipe pensaba en caminar pero, cada paso tendría una consecuencia. Y, ¿dónde estaría la suya? ¿Existirá una reacción a sí mismo? Cualquiera de las veinticuatro personas a su alrededor, veinticinco si contábamos al profesor de matemática, o de las otras seis mil novecientos noventa y nueve millones novecientos noventa y nueve mil novecientos setenta cinco personas que habitaban el planeta, aproximadamente, podía ser la reacción a su existencia. Por el momento, "Tripulación, armar toboganes, chequeo cruzado, prepararse para el despegue" y treinta mil pies de altura.
Edo

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